Los Rodríguez Orejuela

Por: Fernando Londoño hoyos

Nadie sabe, o nadie quiere decir, cómo aparecieron en la escena. Lo cierto es que llegaron a figurar en la lista de los hombres más ricos del mundo. Se casaron con reinas de belleza, fueron dueños del mejor equipo de fútbol de América y recibían pleitesía aquí y allá, como que los llamaban “don” Gilberto y “don” Miguel.

Tal vez quisieron demasiado o tal vez no tuvieron alternativa. Y resolvieron convertirse en propietarios del Presidente de la República. Pagaron el precio y ganaron las elecciones. Pero resultó demasiado. La trama salió a la luz, y su protegido no tuvo más remedio que mostrarse implacable en su persecución. Y los dos cayeron en manos de la justicia. Una justicia leve, como que se les permitió armar, mucho más discretamente que lo hizo su rival de Medellín, una Catedral en la cárcel de Palmira. De esas instalaciones se habla muy poco, como de todo lo que a ellos concierne. Pero vivían tan lujosamente como querían. Tenían en la cárcel su propio “chef” y disponían la lista de sus invitados cotidianos. Parece que también, para fiestas especiales, la puerta quedaba franca y las celebraban en libertad. Al amanecer regresaban a su quinta de Palmira.

El Presidente Uribe no iba a permitir una situación como esas. E instruyó a su Ministro de Justicia, quien estas líneas escribe, para que los peores criminales de Colombia estuvieran en cárcel que lo fuera de veras. Se inauguró con ellos la de Cómbita, y desaparecieron el chef y los invitados especiales, las francachelas y el boato.

Pero no descansaba la conspiración. Un buen día de viernes, el Juez Segundo de Penas y Medidas de Seguridad de Tunja cayó por la cárcel con la orden de dejarlos en libertad, porque les aplicaba un subrogado penal de libertad condicional por su espléndida conducta en las semanas que pasaron en Cómbita. Debían en multas impuestas por la Corte Suprema de Justicia más de ciento veinte mil millones de pesos, que garantizaban con una poderosa fianza de diez millones de pesos. Y no tenían otros requerimientos de la justicia, simplemente porque al Juez de marras no se le ocurrió pedirlos. Como dice por ahí nuestro personaje, todo bien.

Esa vergüenza no la podía soportar el país. La orden de libertad tardó unos días en su cumplimiento, mientras se verificaba a fondo el estado de salud de los reos. Tiempo suficiente para que se supiera de una sentencia pendiente contra Miguel, el más peligroso de los dos. Gilberto salió de la cárcel, pero no por mucho tiempo. El proceso en su contra, perdido como se pierden tantas cosas en Colombia, fue rescatado gracias al valor de un fiscal cuyo nombre nadie recuerda. Y ambos quedaron en prisión, esperando que fueran extraditados a los Estados Unidos, donde pasarán los días que les quedan. Ambos están mal, con dolencias del alma y del cuerpo, que según dicen no tienen cura.

Hicieron mucho daño. Destruyeron muchas vidas. Despedazaron moralmente a Cali. Pero de su fortuna no quedan sino tristezas. Alguien puede estar rico a su nombre, con dinero maldito que lo perseguirá para siempre. La familia voló en pedazos. De ese imperio no quedan sino jirones, odios, pleitos y amarguras. Y una sanción para el Ministro que impidió que salieran de la cárcel. La mafia no perdona. Y siempre encuentra la mano adecuada para sus venganzas.

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