La Hora de La Verdad

Una puñalada al corazón de Colombia

Por Fernando Londoño Hoyos. 

Oyendo a las Magistradas Ortiz y Fajardo ensartando sandeces sobre la dosis mínima de estupefacientes como acto de libre desarrollo de la personalidad, se comprenden la postración del alma colombiana y la incompetencia intelectual de algunos de sus jueces.

Estas señoras de tan cortos alcances intelectuales y de tan larga capacidad destructiva, legalizaron la droga en Colombia, cuando está prohibida en todas partes. Y lo peor es que no se dieron cuenta.

Importa por ahora un cuerno el lugar donde la cocaína y la marihuana se usen. Lo que importa saber es que quien las consume legal y libremente, por disposición de estas insensatas mujeres, y de sus socios, los que se quedaron en la retaguardia para taparse la cara, como hacen los delincuentes, la tiene que comprar a alguien. Y ese acto, la compraventa de estupefacientes, es un delito. Por lo menos lo era hasta ahora. Luego las señoras le están dando vía libre a delincuentes. La droga no cae del cielo, como el maná, ni se encuentra en las hojas de los árboles. La droga se compra y la compran delincuentes a los peores mafiosos y criminales de la tierra.

Los gramos que usan sus amigos, señoras, los que desarrollan su personalidad convirtiéndose en esclavos e idiotas de su adicción, componen kilos. ¿No lo sabían? Con mil gramos se forma un kilo y con mil kilos se hace una tonelada. Y una tonelada vale muchos millones de dólares. ¿Tampoco lo sabían?

Pues miles de libertarios drogadictos, fumando los cachos o aspirando las líneas del polvo blanco, hacen un mercado. Un apetecible mercado de valores gigantescos, por el que los bandidos desplazan a la gente de sus campos, reclutan niños, asesinan policías y soldados, compran conciencias, ponen bombas, contrabandean, roban, cometen falsedades y destruyen todo lo que una sociedad tiene de limpio y honrado.

Abierto el mercado, los traficantes buscan y estimulan los clientes y bien se sabe cuáles son los preferidos. Los jóvenes y mejor aún los niños. Consumirán más porque su adicción será más larga, como larga será la tragedia de sus vidas.

Acaso no sepan las señoras lo que le pasa a un drogadicto. Con cada pase de cocaína destruye miles de sus células cerebrales, pierde contacto con la realidad, es incapaz de asumir pautas de valor y arruina su fuerza de voluntad. Un adicto, por la droga que busca, roba si tiene que robar, mata si tiene que matar, se prostituye para que le paguen cualquier cosa y su recuperación es improbable, muy costosa y nunca plena. Las células muertas no reviven y los patrones morales no se reproducen.

Esos son los que desarrollan libremente su personalidad, señoras magistradas. Y esa tragedia humana, multiplicada exponencialmente, será por la que ustedes respondan ante Dios y ante la sociedad que han traicionado.

El tema jurídico es mucho más hondo de lo que con tanta presteza ha propuesto el señor Presidente Duque. Si usar la cocaína es lícito y lícito hacerlo ante los ojos de todos, ¿cómo puede ser delito adquirirla? Como decíamos, nadie puede suponer que alguien consuma su dosis mínima sin comprarla. Y si es legal comprarla, porque lo es consumirla, que nos expliquen cómo se hace ilegal venderla. La compraventa es un negocio sinalagmático perfecto.  Y ese acto bilateral no puede romperse para considerar válida una parte y criminal la otra, cuando las dos saben perfectamente lo que hacen y están de acuerdo en que negocian un objeto prohibido.

Legalizados los gramos, legalizadas quedaron las toneladas. Los sembradores dirán que siembran para los consumidores que describen las magistradas Ortiz y Fajardo. Los que preparan la pasta dirán que sirven propósitos de libertad y legítima expansión y los que transportan la cocaína le dirán al policía que los detenga: aquí llevamos dosis mínimas para personas que pueden hacer de su vida lo que les parezca. Y les parece meterse unos gramos cada día por sus narices insaciables. Caso cerrado.

Como con tanta frecuencia nos ocurre, estamos tornando banal la discusión. La estamos centrando alrededor de saber dónde, cuándo, en presencia de quiénes se pueden consumir las drogas. Eso apenas es la consecuencia final del despropósito inicial, a saber, que volvieron legítima la adquisición de lo que es legítimo consumir. El que autoriza el efecto, no puede condenar la causa.

Mientras tanto, estas mismas magistradas y sus compañeros santistas de pupitre, siguen prohibiendo la fumigación de cultivos de coca con glifosato, porque puede producir cáncer, lo que nadie ha comprobado. Pero todos sabemos que las sobredosis de droga matan por miles a la gente y que las dosis, por mínimas que sean, destruyen a quien las consuma.

La Corte Constitucional, sea cual fuere el alcance que se le de a su inicua sentencia, le ha metido una puñalada al corazón de Colombia.

 

 

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