Perdimos, sí ¿pero perdedores?

Por Fernando Londoño Hoyos. 

Con la venia de mis amigos y admirados especialistas en el fútbol, me atrevo a decirles que no han atinado en las causas de la derrota de nuestro equipo frente a Chile.

No se le podía pedir a 20 muchachos que nos representan, que fueran distintos de lo que hoy somos. Jugaron sin el impulso que da el ideal, sin la confianza con que se gesta la epopeya, sin ardor, sin el fuego que brota del corazón cuando generoso se desborda para iluminar y encender.

La cuestión, queridos amigos, es que nos hemos convertido en un país de perdedores. Lo dicen las encuestas, una tras otra, y lo dejamos ver en la manera como afrontamos los graves desafíos que comporta la vida en estos tiempos apasionantes y decisivos

Todo lo estamos haciendo sin ganas, sin ánimo de vencer y trascender, con un horrible pesimismo que nos muerde el alma. No creemos en nada. No aspiramos a nada. No estamos buscando nada.

Cabría preguntarnos por qué causa estaríamos dispuestos a cualquier sacrificio. Cuál es el propósito que nos ilumina, cuál la meta que queremos alcanzar. Las respuestas serían tan grises, tan superficiales y vanas como el tipo de vida que llevamos a cuestas.

¿Habrá noticia de alguna persona o algún grupo que reviente de entusiasmo por el éxito de la economía naranja? O si se sabe de que sea expectativa de éxito común el que se pueda sacar un derrumbe o que el crecimiento del PIB alcance el 3%. Siendo esas cosas importantes, debieran inscribirse en el contexto de altas ambiciones, grandes proyectos, hazañas por alcanzar, enemigos o monstruos por derribar.

Álvaro Uribe nos puso a vibrar en el convencimiento de que el enemigo común, que lo es de todo el género humano, el narcotráfico, iba a ser molido a palos. Que nuestra guerra era contra la pobreza y que la derrotaríamos en el ejercicio fantástico de la libertad. Y que como resultados de esos esfuerzos colosales, le íbamos a tender la mano al miserable, a salvar al perseguido, a llevarle justicia a todos.

El mal sujeto que es Juan Manuel Santos, nos tiró a la arena ensangrentada del delito y la perversidad, exaltando el crimen, reduciendo a la nada el heroísmo, prometiéndonos una paz que consistía en la consagración de los mafiosos, en la impunidad  como premio a los más atroces ataques contra la inocencia, la virtud, el mérito.

Y así estamos. Comidos por el dolor de las derrotas, agobiados por las pesadumbres más duras, perdidos en la oscura selva de las confusiones irredimibles y de las claudicaciones cobardes.

No es de nuestra cosecha lo que decimos. Apenas estamos recordando lo que los colombianos piensan, sienten, quieren y dicen en las encuestas desoladoras. Y para el tema inicial de estas reflexiones, lo que siente y opina la generación nueva, que estamos convirtiendo en una generación perdida. Cuando más del ochenta por ciento de la gente que empieza a vivir dice que no cree en nada, no le importa nada, no encuentra nada respetable y digno, no se puede torcer el cuello de la Historia para pensar en grande, obrar en grande, luchar en grande.

Hoy hace exactamente doscientos años un puñado de los nuestros, sin más ropa que la fe que traían, sin más alimento que la esperanza en un mundo nuevo, sin otra arma que la que forjaba su indomable corazón, emprendía la más grande hazaña que conocieron los tiempos. Y es que el más grande de ellos, el dueño de todas las fatigas y el estandarte de las mejores ilusiones, les había dicho cómo era la Patria que buscaban, más allá de las montañas, el frío demoledor, los peligros infinitos: “Ya la veo sentada sobre el Trono de la Libertad, empuñando el cetro de la Justicia, coronada por la Gloria, mostrar al mundo antiguo la majestad del mundo moderno”.

Cuando hay un Jefe que siente así, que se inflama de ardor así, que le pone el pecho a la borrasca de ese modo, los que lo siguen remontan desnudos las montañas, enfrentan y vencen a los vencedores de los invencibles, recorren victoriosos un continente, o se baten con ardor en un partido de fútbol.

No tiene la menor gravedad que perdamos por penaltis que no supimos patear. Hay que tratar el triunfo y la derrota como un par de impostores, decía Kipling. Lo grave es que nuestros muchachos jugaran como estamos jugando en el partido de la vida: sin ganas, sin bríos, sin fe, sin grandeza. Y que no haya un hombre que nos haga cruzar el desierto, remontar una cordillera, detener en las Termópilas con 300 un ejército de 300.000 o conseguir que 14 vuelen en Vargas como un huracán sobre las tropas soberbias de los enemigos. Eso sí es una catástrofe.

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