Inzá y la paz de santos

Por: Fernando Londoño Hoyos

La humanidad sabe desde  hace por lo menos dos siglos, que con el terrorismo no se negocia.

Llamar acto de guerra la masacre de Inzá es despropósito de parecida dimensión a ejecutarla. La justificación desde La Habana de un hecho tan cobarde y miserable pone en evidencia, si ya no las hubiera, la clase de terroristas con la que negocia en Cuba el Presidente Santos.

Atacar una población indefensa jamás será un acto de guerra a la luz de los Protocolos de Ginebra, el más grande esfuerzo de la humanidad en su difícil historia para reducir esa tragedia. La vida de la gente indefensa tiene que ser respetada por los combatientes de cualquier forma de conflicto armado. Ofender ese principio, que se llama el de distinción, condena irremisiblemente el hecho a la categoría de crimen de guerra, si la hubiere, o de acto terrorista que no puede quedar sin castigo, en su ausencia.

Era un día de mercado, como los agresores lo sabían sobradamente, al que acudían campesinos y compradores en un ritual que se repite por siglos. Y unos salvajes irrumpieron con cilindros de gas para matar a cualquiera y para llenar de terror a los que sobrevivieran.  Murieron soldados y policías y civiles, decenas quedaron heridos, destruidas más de cincuenta viviendas y partido el corazón de todos.

Estas armas diabólicas también están prohibidas en el derecho de gentes. Y no por su poder destructivo, sino porque su efecto incierto alcanza a no importa quién. Eso es terrorismo, sin calificativos ni atenuantes.

Descubierta la naturaleza del acto, quedaría por averiguar sus autores. El Ministro de Defensa le imputó responsabilidad a un tal “Pacho Chino” que es jefe de esa cuadrilla de maleantes. Y por ser jefe responde, sin que se requiera investigar nada más. Pero no es el único culpable del delito. Porque ascendiendo en la cadena de mando aparecen otros y todo remata en los que están en La Habana. Ellos son los últimos y grandes responsables. Un Tribunal Internacional no dudaría un minuto en condenarlos.

Si faltara alguna duda, la disiparon esos mismos maleantes cuando dieron la orden de una supuesta tregua navideña. No solo no ocultan sino que exaltan su poder de mando y la obediencia que se les debe. Luego son los criminales de Inzá, sin que deba perderse un minuto en averiguar la orden específica que dieran para cometer esa salvajada. Si fuera de otro modo, nunca sería posible llegar hasta los que deban responder por las obras de los bandidos que obedecen un mando unificado.

Puesto ello de presente, con tanta simpleza como contundencia, cabe examinar la legitimidad de los diálogos de La Habana. Con el terrorismo no se negocia nada, y no solo por evidentes motivos de orden político. El Derecho Internacional lo prohíbe en cuanto las conversaciones apunten a cualquier género de impunidad.

Pero la cuestión va más lejos, cuando se recuerda que lo que persiguen Santos y sus plenipotenciarios es convertir en constituyentes y legisladores a los autores de estos crímenes. Definir con los asesinos de Inzá la política agraria del país; discutir con ellos nuestra estructura democrática, dizque para robustecerla como dicen De la Calle y Jaramillo con la boca hecha un pantano de la emoción; invitarlos  al Parlamento por méritos como los logrados en Inzá; cambiar el orden jurídico para que puedan andar con armas en territorios independientes que se llamarán Zonas de Reserva Campesinas; invitar a que participen en el modelo de lucha antidroga, son propósitos tan viles como el lanzamiento de cilindros en el mercado de Inzá.

Los muertos de Inzá nos invitan a estas reflexiones. Por respeto a su memoria, paremos esta patraña. Negociar en medio del terror es imposible. Los que guillotinaron a Robespierre en Termidor lo comprendieron bien.

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