ESPERANDO A LOS BÁRBAROS

Por: Fernando Londoño Hoyos

Con el título de este escrito apareció en el año de 1.993 un excelente libro de Guy Sorman, uno de los más destacados escritores de Francia. Las profecías de Sorman se están cumpliendo ahora con aterradora puntualidad.

¿Pero que tienen estos bárbaros de ahora que no hayan tenido los que por siglos se lanzaron sobre Europa, con suerte tan dispar? La Historia de Europa es casi la Historia de sus invasiones. La de los Medas y los Persas que no se apoderaron del Continente porque se dieron cita en el tiempo Alcibíades y Arístides, Pausanias y Leónidas y Temístocles, y los atenienses indomables y los espartanos heroicos.

La de Hanibal, con sus elefantes capaces de cruzar los Alpes y poner en jaque a Roma, dueña de Europa, salvada por Escipión.

La de los árabes que se instalaron por siglos en España y que un día cruzaron los pirineos para estrellarse contra los colosales francos.

Y la de Atila, que llegó frente a Roma con sus hunos y la de los Vikingos  y  la de los eslavos  que trajo Stalin hasta las puertas de Berlín.

Y no serán para el olvido los turcos que estuvieron por siglos en las puertas de Europa y que solo fueron vencidos en Lepanto, “la más alta ocasión que conocieron los siglos y habrán de conocer los venideros”

¿Qué de nuevo tiene, pues, esta invasión. Por qué son entonces tan temibles estos bárbaros?
Pues porque no declaran guerra, sino que suplican compasión. Pasan el mar en navíos inverosímiles y se adueñan de la tierra sin disparar una bala, sin herir a nadie en su camino.

Y están en Europa como una forma de trágica reciprocidad a la presencia secular de los colonos europeos en su tierra. Son el reflujo de esa marea que muchos creyeron dejar atrás, con actas de independencia y protocolos constitucionales. Y allá están, recordando un pasado imborrable en la memoria de la humanidad. Y están, movidos por la más justa de las causas que es el terror, la desesperación, la falta total de condiciones de supervivencia. Y no piden mucho. Por ahora un metro de suelo donde reposar la cabeza y un plato de comida.

Los nuevos bárbaros se toman por asalto una civilización, en el sentido spengleriano de cultura marchita, sin posibilidades creadoras, sin ideales jóvenes, sin impulso vital. Una Europa satisfecha, casi ahíta de comodidades y derechos, que ni se toma el trabajo de procrear hijos. Europa padece el más terrible invierno demográfico y se ha convertido en una especie de ancianato sin horizonte, que ya no tiene quién lo mantenga. Mientras que los bárbaros traen por miles sus niños de tres años,  seguros de que muchos no morirán ahogados sobre una playa desierta.

Esta invasión es distinta, implacable, incontenible, precisamente porque no se anuncia con bombas ni se hace valer con ejércitos. Quienes la forman no tienen nada que perder y es más que parco su pliego petitorio. ¿Quién se atreve a doblegarla, a encadenarla, a mandarla de regreso a sus desiertos? Nadie. Por eso es incontenible e invencible.

Llegaron los bárbaros y se quedarán para siempre. Decimos mal. Que han llegado desde hace tiempos y nadie los notaba, de puro tímida y pausada que era su presencia. Pero ya son centenares de miles. Y pronto serán millones. Y no hay “paraguas nuclear” que valga. Muy pronto, la vieja Europa se trocará en una nueva y joven Europa. Solo que irreconocible para los mismos europeos.

 

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