Cocaína, la guerra perdida

Por Fernando Londoño Hoyos.

Acaso sea difícil para el presidente Duque encontrar el mejor de sus días o definir la más alta de sus empresas como gobernante. Pero nos parece fácil hacerlo con el peor de sus momentos. Será, sin duda, cuando le comunicaron la trágica cifra de 212.000 hectáreas sembradas de coca a finales del año pasado, con una producción de casi mil toneladas de clorhidrato de cocaína.

Mil toneladas equivalen a un millón de kilos, que convertidos a gramos montan mil millones, que multiplicados por los cien dólares que cada gramo vale en las calles de las ciudades consumidoras, redondean un negocio de cien mil millones de dólares en el año. ¿Tomaron nota? Cien mil millones de dólares.

A una mafia semejante se enfrenta el mundo y esta pobre Colombia tiene que cargar semejante estigma. Que como estigma fuera suficiente. Pero es apenas el comienzo.

Semejante cantidad, reducida a un miserable veinte por ciento que se quede entre los productores y traficantes de por acá, trastornan toda la economía colombiana. El precio del dólar en Colombia viene de muy atrás siendo mentiroso. Por eso disfrutamos las mieles de una inflación tan baja, pero arruinamos la producción nacional. Los industriales no pueden competir, los agricultores no se atreven a exportar y las alacenas de los supermercados muestran las delicias que llegan del mundo entero a precios de ganga. No nos extrañe, pues, el desempleo creciente ni nos asombre el déficit en la balanza comercial ni el de la cuenta corriente.

Pero empezamos por donde debíamos terminar. Porque antes de maltratar y desfigurar la economía, esa millonada ha corrompido jueces, policías, soldados, funcionarios de todos los niveles. El poder corruptor de la cocaína no tiene límites.

Por la producción de la cocaína y por la lucha sobre sus rutas hacia los mares y países vecinos, se asesina, se  constriñe, se desplaza. Tenemos la más alta cifra de gente que pierde su hogar y su paisaje, empujada hacia la nada y hacia la muerte por los desalmados que cultivan, transportan y venden este tósigo maldito. Solo nos compite Siria.

Es noticia cotidiana el asesinato de los que llaman líderes sociales, aquellos ingenuos que proponen salir de la coca para sembrar algo de provecho. Apenas nos inquieta la noticia de una balacera cruzada entre los grupos que se matan por conseguir los esclavos de la gleba o por el camino de la coca. Estas líneas se escriben en medio del horror de lo que pasa, ahora mismo, en el Cauca. Pero podía ser en el Catatumbo, o cerca de Ituango, o en cualquier lugar de Nariño o del Chocó. Da igual. Y siempre, por supuesto, las humilladas tropas que “persiguen” a los delincuentes. Para nada. A lo mejor, para que mueran sin gloria, villanamente emboscados, algunos soldados o unos cuantos policías.

Hace rato perdimos del todo la soberanía en gran parte de la República. Los bandidos matan, pero también administran justicia, a su manera, sostienen campesinos sin alternativa de supervivencia para que les vendan a como digan, la hoja, la pasta, o el producto final. Son amos y señores. Son educadores,  médicos o farmaceutas. Disponen de los pueblos, de los muchachos, de las niñas, de todos como se les antoja.

Como no les basta con envenenar extraños, se han dedicado, con primor de eficacia, al mercado local. No hay pueblo de Colombia sin olla, como se llama el lugar donde se vende el producto mezclado, degradado multiplicado en su potencia para hacer daño irreparable. El consumo de la cocaína y sus derivados atroces en Colombia es un problema de salud, de escolarización, de violencia, de cuánto daño pueda imaginarse. Pero nunca se trata el tema.

Los Estados Unidos ya se pusieron serios con el asunto. Las cincuenta mil muertes anuales por sobredosis resultan insoportables. Las mafias organizadas alrededor del negocio son fuente de mil males y perplejidades. Y ya exigen, necesario comienzo, aspersión aérea con glifosato. Se cansaron de hacer de tontos que ponen plata para botar a la basura. Y de ser, al tiempo, las grandes víctimas del delito.

La receta está inventada y de sobra conocida. Fumigación, extinción de dominio express, extradición de los bandidos que pidan los Estados Unidos, antes de que los indulten los de la JEP, por supuesto. Y no está de sobra tal cual oportuno bombardeo contra los campamentos de los criminales.

No sabemos a quién se le ocurrió que echando machete se sustituye la eficiencia y rapidez de los aviones. Ni a quién confiarle la sustitución de los cultivos a los que se enriquecen con mantenerlos. Ni quién puso en manos de la JEP la extradición de los narcos. Ni quién castigó a los que bombardearon una cueva de bandidos. Entre todos ellos, nos dejaron en manos de la cocaína. Santo Dios.

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